sábado, agosto 1

siempre estoy volviendo... a Buenos Aires

Hace tiempo que intento aprender a perderme en esta ciudad aunque digan que las ciudades están hechas para no perderse. Llena de señales y símbolos, de rituales y lugares comunes, Buenos Aires constituye una gran liturgia en la cual es fácil predecir lo que viene a continuación. En la gris melancolía los iconos urbanos se levantan cada mañana para actuar el drama de las infinitas luchas y clamores. Los ministros del orden guionan cada día la baraja que intentara contener el desborde del caos desde la violencia instalada en la lógica del juego. Aprender a perderse muchas veces supone el intento por intuir las grietas del sistema, andar las periferias, caminar la oscuridad. Implica perderse para volver a encontrar lo genuino, lo sorprendente, lo autentico. Ansia desandar los mapas mentales de una domesticación cultural impuesta por una hegemonía simbólica capitalista y consumista para aventurarse al desierto de lo posible. Escribir algo nuevo desde la ciudad y desde un espacio cultural es un desafío irrenunciable a proponer lo extraordinario desde otras lógicas, quizá balbuceantes, poéticas y fronterizas de una dialéctica que abreva en la orfandad. Ambiciona instituir un nuevo discurso para decir el deseo genuino y autentico de pronunciarnos ante la realidad y reinventarla. Aprender a perderse puede significar también escribir contra uno mismo porque también somos lo que negamos de si. Asumir los fantasmas y arquetipos negativos, que nos arrastran al drama y a la tragedia como destino, para exorcizarlos. Aprender a perderse como un deseo de volver a nacer de nuevo, de volver a gestarnos, de volver a soñarnos, de volver a ser nuevos. Implica la cotidiana tarea de recuperar la esperanza como don y como posibilidad, renaciendo cada día de nuestras cenizas y volviendo al sueño de pertenecer, de confiar, de estrecharnos, de enredarnos confiadamente en la trama de un vinculo que nos nutra y nos fortalezca mutuamente para andar los inefables caminos propios y comunes. Aprender a perderse supone también la operación política de no olvidar a otros, de no olvidarnos y de no olvidar, interactuando con tantos centros como sean posibles sin dejar nunca de ser nosotros mismos. Siempre será mejor la incertidumbre de la búsqueda a la rigidez de la estatua de sal que no pudo seguir su camino. Finalmente aprender a perdernos consiste en ejercitar la mirada critica que se toma su tiempo para observar y observarse; para percibirse y auscultarse en sus malestares, para lamerse las heridas y volver a sanar. Pienso la cultura como esa vastedad oceánica que nos abraza a modo de placenta y nos mantiene unidos a la raíz mientras ensayamos movimientos germinales. No temo perderme porque, como decía Pichuco, siempre estoy volviendo, volviendo a Buenos Aires.

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